Un camaleón en Wilborada

John W. Afanador

«Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros;

hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua;

en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros»

Jorge Luis Borges

 

La carrera Séptima es un carrusel sin fin. A través de la ventana del autobús veo como las fachadas de casas y edificios se manifiestan como rostros que develan profundas historias. Mientras reflexiono sobre mis usuales viajes urbanos, contemplo a las personas que caminan perdidas en sus pensamientos. En cada recorrido encuentro un motivo para liberar mi mente y dar rienda suelta a mi creatividad.

Es interesante pensar que, es aquí en estos incomodos buses donde a diario miles de almas capitalinas dejan un poco de su vida. Van en modo automático. A veces sus cuerpos me acompañan, pero su mente no. Para no sumergirme en el desespero de las interminables paradas, me pierdo en las páginas de una gran obra que me transporta a la difícil realidad que vivieron los estadounidenses durante la Gran Depresión. De ratones y hombres del gran John Steinbeck me abre una puerta para recorrer ranchos y paisajes de la California de los años 30. Me da la oportunidad de meterme en la piel de George y Lennie para experimentar sus miserables vidas.

Bogotá es un caos, pero así la amo. Es la ciudad de la paranoia. El viejo George me susurra al oído «no hay muchos hombres que viajen juntos... Quizás todos tienen miedo de todos los demás en este condenado mundo». Pero, en medio de todo, aún tengo esperanza en la humanidad. En algún momento del viaje, despego mis ojos del libro, al percibir un aroma muy particular —dicen que el olfato es el sentido de la memoria—. Me recordó a alguien. Es dulce, es una chica de piel vainilla con un llamativo cabello violeta. Por un rato, se roba mi atención. Su rostro es de facciones suaves y tiernas. Su figura delgada y frágil se tambalea con los movimientos del bus. Refleja un alma rebelde. Es una manía mía analizar a las personas, hacer perfiles e imaginar sus vidas.

El conductor abre las puertas en una parada. Este sonido mecánico me saca de la hipnosis, nos habíamos detenido frente al Pozzetto, un emblemático restaurante de comida italiana que se hizo famoso en el 86, ya que un sociópata llamado Campo Elías Delgado asesinó a 29 personas. Mario Mendoza, escritor colombiano,inmortalizó este suceso en su libro Satanás. No alcanzo a hacerme imágenes de esto, ya que el avance de la enorme bóveda metálica con ruedas va dejando atrás aquella historia dolorosa que marcó la memoria de los bogotanos.

En un efímero cruce de miradas, la chica violeta saca de un morral un poco desgastado por el tiempo, un libro de la escritora Carolina Andújar, lo reconocí por la portada roja, es Vampyr una novela de vampiros. Con calma recorre con su pulgar las innumerables hojas hasta encontrar un separador, es una fotografía, al parecer de un momento muy especial, porque su mirada refleja un poco de nostalgia al contemplarla. Después de encontrar la página que le abriría el portal a lo inesperado, su conciencia se sumerge entra las letras y ella desaparece de esta realidad. Las historias de vampiros no me gustan mucho, pero confieso que me gustaría ser uno.

Mi viejo Casio marca las 10:32. «Quince minutos» pienso. Leo algunas líneas del relato de Steinbeck y Lennie le dice a George «porque yo te tengo a ti para cuidarme, y tú me tienes a mí para cuidarte» esto me hace pensar en el poder de la amistad y lo valioso de tener un confidente. Nos detenemos. El conductor del Volvo se toma todo el tiempo del mundo y no advierte en mis gestos el evidente afán; con una pasmosa paciencia procede con el ritual acostumbrado para activar y movilizar la plataforma para así poderme bajar en mi silla de ruedas. Confieso que cada vez odio más este protocolo.

Cruzo la Séptima con el afán que llevan todos los citadinos en la mañana cuando van a su trabajo —algo tarde, como es normal—. Recorro con ahínco las calles de interminables casas de estilo victoriano del barrio Quinta Camacho. Faltan cinco minutos. Atravieso la carrera 9 y sigo bajando por la calle 71. Son las 10:47 de la mañana y me encuentro frente a la puerta de la librería Wilborada 1047, que tiene en su placa de identificación el número 10 – 47, un interesante juego de números que le dan un particular toque de misterio, historia y mística.

Hace unos años, Yolanda Auza, una apasionada por la literatura, abrió esta librería. En su búsqueda por un nombre que le diera un sentido y un significado especial relacionado con los libros, encontró en el número de la casa una historia interesante. Al investigar que eventos transcurrieron en el año 1047, encontró que habían canonizado a Wilborada, una mujer a la cual se le conoce como la patrona de los libreros y bibliotecarios.

Los sitios con historia me seducen, estos que, en cuanto traspasas el umbral, te transportan a otra época y a otros lugares. Como acto ceremonial, la librería abre sus puertas a las 10:47, una vez dentro de esta casa de mediados del siglo XX el tiempo y el espacio se alteran, es una experiencia en la que los sentidos disfrutan cada espacio, cada olor, cada sonido, cada silencio. Es una construcción en ladrillo, con techo en teja española que le da un estilo clásico que enamora a cualquiera.

Es un placer recorrer las estanterías para mirar títulos, portadas, leer sinopsis; cuantas historias, cuantos mundos, cuantos personajes, un sinfín de relatos en los que me sumerjo y de donde no quiero salir. Vino a mi mente una imagen que me dejó una librería que conocí por medio de las letras del escritor japones Sosuke Natsukawa y que inmortalizó en su obra El gato que amaba los libros, «desde la entrada, un pasillo largo y estrecho se adentraba hasta el fondo del local, con las paredes revestidas por robustas estanterías que llegaban al techo y parecían observarte desde las alturas», porque los libros te contemplan para que los escojas y decidas sumergirte en ellos.

Y así fue, tomé un libro que me llamó la atención por su portada color negro mate y letras purpura: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson, lo ojeo y me gusta porque es ilustrado, las imágenes dan muestra de lo interesante que es. Me ubico en una mesa de madera pintada al natural, al igual que las tres sillas de madera con espaldar en arco y tejido de mimbre que la acompañan. Hacen parte de la cafetería de la librearía. El dependiente muy amable me trae un café negro, sin azúcar, el cual desprende una ligera capa de vapor que se desaparece en el aire. Nadase compara con el aroma de un tintico recién hecho.

«Los libros tienen poder, solía decir el abuelo. [...] Solo los libros antiguos que perviven en el tiempo son realmente poderosos. Si lees muchos de ellos, tendrás un montón de amigos con los que podrás contar siempre», nos dice Natsukawa en su maravillosa obra. Soy testigo de eso. En el momento en que empiezo a leer, me transporto a las calles de Inglaterra. Es la época victoriana, lo sé por la arquitectura y la vestimenta de la gente. Al final de la calle está la casa de Dr. Jekyll, es una atmósfera maravillosa. Es impresionante ver como un montón de hojas y letras te transporta a lugares y situaciones que, una fotografía o una película lograrían. La literatura logra retratar en tus pensamientos un mundo alterno, algo que solo hace una buena pluma y la creatividad e imaginación de un escritor.

De vez en cuando tomo un sorbo de café, «¿qué sería de mi vida sin esta deliciosa bebida y sin un buen libro?». A veces me distraigo con algunas personas que entran a la librería. Me detengo a analizar qué tipo de lector son. En la mesa que está en frente, un chico lee El Psicoanalista de John Katzenbach, parece sumergido en el juego macabro de Rumplestiltskin. Tiene un aire de universitario, relajado, un poco delgado, vestido con jean roto y una camiseta negra con el logo de la banda británica Pink Floyd, aquella emblemática pirámide de cristal con una línea blanca que la atraviesa y forma un arcoíris del otro lado.

Regreso a Inglaterra y... «Utterson estaba sentado junto a la chimenea después de cenar cuando oyó el timbre. Se levantó y le abrió la puerta a...», volví a sentir un aroma muy particular. Al recorrer con la mirada el lugar, me detuve en una figura atlética, su voz era sencilla de un lenguaje descomplicado, su sonrisa hacía juego con el movimiento de su cabello castaño recogido en una cola de caballo, era liso y sedoso. Su mirada era tierna y curiosa, la esencia misma que refleja un alma noble y sensible. Llevaba un buso blanco con una imagen de Mafalda en frente, la pequeña niña que odiaba la sopa estaba tirada en el suelo leyendo un libro que decía: Lo peligroso de vivir sin leer es que te obligan a creer en lo que otros te digan. La piel durazno de esta chica era un tapiz perfecto para materializar esa existencia que alegra y da sentido al tiempo y al espacio. Sus movimientos delicados eran un estruendo que sucumbía en mis sentidos. Aquella voz fina, con acento dulce y melodioso atravesaba mis oídos con una aparente calma que me hacía soñar lo inesperado. Al final, su cándida silueta desaparece en la fría y ruidosa lejanía llevando consigo entre sus finos y delgados dedos Ahora y en la hora de Héctor Abad Faciolince. Este título dice mucho de su sensibilidad como lectora.

Cada persona que entra a Wilborada se lleva una experiencia inolvidable y deja a su vez, una parte de sí mismo en esas paredes blancas de impoluta existencia. Confieso que me gustaría vivir en aquella casa, en cada espacio hay un libro que te llama a la aventura, a lo inesperado. Cada libro, a su vez, deja una marca que ya no te hace ser el mismo, somos como camaleones que cambian no solo de color sino de forma, es interesante ver como la lectura moldea tu mente, tu percepción de la realidad y te invita a cuestionarlo todo, y gracias a sitios como Wilborada, es posible.

Son pasadas las 12. Pero, acá los relojes se detienen, el tiempo no tiene sentido. Sin embargo, el hambre ataca mis entrañas, por eso me tomo otro espresso que se suma a la larga lista de los que me bebo al transcurrir el día, acompañándolos claro está, con cualquier bocadillo que sirva para engañar al estómago.

En este recinto sagrado de las letras, existen tres plantas en las que se divisan libros distribuidos en varias secciones ubicadas de tal forma que los lectores encuentren el lugar perfecto para su gusto literario. Me encantan los muebles que se encuentran en cada piso, aunque no he tenido la oportunidad de usarlos, si he sentido su textura y su olor, ese aroma a cuero bien cuidado y que dan muestra de la preocupación de la dueña por que los visitantes estén a gusto en estas poltronas color chocolate y rojo colonial donde el lector se zambulle entre letras.

El tiempo acá es irrelevante. Wilborada es una nave que te lleva a una odisea donde pasa de todo... De la Inglaterra de 1880 me transporto a Colorado, Estados Unidos, al año 2016, a bordo de un Rolls Royce Wraith 1938. Charlie Manx lo conduce, un astuto vampiro que se secuestra niños. Los engaña diciéndoles que los va a llevar a Christmasland, un lugar donde todos los días es navidad. Durante el camino en su endemoniado vehículo les roba el alma para hacerse más joven. En este caso, vivo la vida de Vic McQueen, quien tiene que salvar a su hijo. Algo que me recordó la frase del viejo George R.R. Martin, «Un lector vive mil vidas antes de morir. El que nunca lee solo vive una». Las historias de vampiros no están en mi lista de favoritos, pero Nos4a2 de Joe Hill, ¡me atrapó!

Me disponía a tomar otro boleto para iniciar otro viaje, sin percatarme de la hora, eran casi las seis de la tarde y la librería ya se disponía a apagar las luces, cerrar las páginas y concluir un capítulo más para esperar un nuevo día, una nueva aventura y, muchas vidas por vivir, como lo dice Tomás Eloy Martínez, escritor argentino, «Somos lo que hemos leído o seremos por el contrario la ausencia que los libros han dejado en nuestras vidas».