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Wilborada nació en el seno de una familia noble en la región de Suabia. Desde joven su vida estuvo marcada por el sentido del deber y la espiritualidad. Tras la muerte de sus padres decidió, junto a su hermano Hatto, ingresar en la abadía benedictina de Saint Gall, un centro de saber y fe profundamente arraigado en la vida monástica del momento. Allí, Wilborada comenzó trabajando humildemente como tejedora y más tarde como encuadernadora, labor que la acercó a los muchos libros que albergaba la gran biblioteca de la abadía. Su dedicación a la vida religiosa no se limitó a las tareas manuales: también se entregó a la formación de su hermano, enseñándole latín para que pudiera participar plenamente en el canto del Oficio Divino.

La vida de los hermanos no se desarrollaba en el aislamiento. En su casa dentro del monasterio solían acoger a enfermos a quienes cuidaban con esmero y fe, ganándose el aprecio y la confianza de la comunidad. Fue durante una peregrinación a Roma cuando Hatto, conmovido por la experiencia espiritual, decidió convertirse en monje. Wilborada no solo aprobó esta decisión, sino que la apoyó con entusiasmo.

Pero la tranquilidad no duraría para siempre. En un episodio oscuro de su vida, Wilborada fue acusada de una falta grave—quizás un delito, aunque los detalles se han perdido en el tiempo—y se vio obligada a enfrentar la prueba de fuego, una práctica cruel y común en la época para demostrar la inocencia mediante el sufrimiento físico. Fue exonerada, pero el estigma y la humillación que arrastró tras aquel proceso la marcaron profundamente. Fue entonces cuando decidió retirarse del mundo para llevar una vida de oración, penitencia y soledad.

Con la firme intención de convertirse en anacoreta, Wilborada solicitó permiso al obispado. El obispo Salomón de Constanza accedió a su petición, pero le pidió que lo acompañara primero al monasterio de Saint Gallen. Allí, la persuadió para que permaneciera en una celda junto a la iglesia de San Georgen, justo al lado del monasterio. Durante cuatro años vivió en ese pequeño espacio, entregada a la oración y al ascetismo. Después se trasladó a una celda cercana a la iglesia de Magnus de Füssen, donde continuó su vida de retiro.

Con el tiempo Wilborada se ganó una gran reputación por su rigor espiritual. Se decía que tenía el don de la profecía y el poder de curar. Una mujer llamada Rachildis, a quien Wilborada sanó de una enfermedad, decidió unirse a ella y compartir la vida anacorética. Entre quienes la visitaban estaba también un joven estudiante del monasterio, Ulrico de Augsburgo. La tradición sostiene que Wilborada le predijo que algún día sería obispo, algo que, efectivamente, se cumpliría años más tarde.

El final de Wilborada fue trágico y heroico. En el año 925, tuvo una visión que la llevó a predecir la inminente invasión húngara en la región. Alertó a los religiosos de Saint Gall y Saint Magnus, instándolos a esconder los libros sagrados y el vino de consagrar y a refugiarse en las cuevas de las montañas cercanas. El abad Engilberto trató de convencerla de que huyera también, pero ella se negó. Quería quedarse para rezar por la ciudad y sus habitantes.

Cuando las tropas magiares llegaron, incendiaron la iglesia de Saint Magnus y atacaron su celda. Derribaron el techo y, al encontrarla de rodillas en oración, le asestaron un golpe mortal con un hacha en la cabeza. Wilborada murió así, fiel hasta el final a su vocación. Rachildis, su compañera, sobrevivió a la invasión y vivió veintiún años más.

En 1047, más de un siglo después de su muerte, el papa Clemente II canonizó oficialmente a Wilborada, convirtiéndola en la primera mujer reconocida como santa por el Vaticano mediante un proceso formal. Desde entonces, su festividad se celebra cada 2 de mayo. En Suiza, es venerada como la patrona de los libreros y las librerías. En el arte sacro se la representa con un libro, símbolo de su amor por el saber y su labor como encuadernadora, y con un hacha, que recuerda el martirio con que entregó su vida.